Historias para crecer
Los cuentos son alimento para crecer, como los cereales del desayuno. Contribuyen a la formación de los niños porque desarrollan su imaginación, enriquecen su mundo interior, les permiten ampliar su vocabulario y mejorar su lenguaje y su capacidad de comunicación. Se sabe que los niños que oyen desde muy pronto la “música de las palabras”, aunque no las entiendan todas, pueden comprender mejor y antes textos más complejos, más largos, porque el pensamiento se desarrolla y se “afina” de acuerdo con el vocabulario del que se dispone. También, los cuentos desarrollan el sentido crítico, favorecen el conocimiento de uno mismo y la inserción en el mundo.
Historias para “contar el mundo”
La necesidad de “contar el mundo”, de explicar y comprender la realidad a través de historias, no es exclusiva de los niños. Pero, probablemente, es durante la infancia cuando esta necesidad se vive de forma más intensa. Por eso los cuentos son tan instructivos para los pequeños, porque los ayudan a entender el orden de las cosas: quién hace qué, quién es más grande que quién, quién necesita a quién… El primer universo en el que se proyectan los niños es el de las historias que les cuentan los adultos, y así comprueban el estado de sus descubrimientos, de sus conocimientos… Incluso llegan a confundir este universo imaginario con la realidad. Es cierto que, al alcanzar la adolescencia, los niños empiezan a considerar que ya tienen “suficientes sueños”, que lo que necesitan es “ir a lo concreto”. Pero más adelante, muchos adultos descubrimos que aún necesitamos soñar. Por eso seguimos buscando historias, para reflexionar sobre lo cotidiano, para comprender la realidad que nos rodea, nuestros pensamientos y nuestros sentimientos cuestiones de la existencia: el amor, la amistad, la separación… los temas que más nos interesan a todos.
Historias para decir “te quiero”
Cuando un niño pide un cuento, está pidiendo también que lo quieran: que sus padres, sus tíos, sus abuelos… lo sienten en sus rodillas y le den su tiempo y su afecto. Y ese aspecto afectivo de los cuentos es una parte fundamental del placer que obtiene el niño de ellos, un placer que se basa, entre otras cosas, en el intercambio entre quien cuenta y quien escucha. Además, el que cuenta abandona su “voz” ordinaria, el cotidiano “¿qué has hecho hoy?”, para entrar en el mágico “érase una vez”. El narrador traslada al que escucha a otro mundo. Una historia compartida puede ser la base de una relación única, que va a aportar placer al niño durante mucho tiempo, aun después de aprender a leer.
Historias en imágenes
Cuando un niño nos da un libro y nos pide que se lo leamos, se pone en nuestras manos: confía en nuestro saber. Para el niño, los adultos somos los dueños del conocimiento, puesto que sabemos descifrar los pequeños signos negros que se alinean bajo la imagen: las letras. Pero los niños que aún no saben leer, o que acaban de aprender, encuentran una maravillosa vía de contacto con los libros en las ilustraciones. Y es que, a veces, el texto es casi redundante si hay una imagen que lo dice todo. “Leer” una imagen estimula la imaginación de los niños y, al mismo tiempo, la canaliza porque la imagen los ayuda a dar un sentido a las sugerencias que contiene. Por otro lado, cuando un niño analiza una imagen en voz alta está expresando su deseo de avanzar en el lenguaje. Las precisiones que podamos aportar (en pequeñas dosis, para no convertir la lectura-placer en una lección de vocabulario), enriquecen su lenguaje. La lectura de imágenes también desarrolla su capacidad de atención y de abstracción.
Historias de siempre
¿Y qué tienen los cuentos tradicionales, para perdurar de ese modo a lo largo de los siglos? La clave está en los personajes arquetípicos que, con ciertas variantes, se repiten (protagonista, personaje con autoridad sobre él, amigo del protagonista, enemigo o malvado…) y una estructura que funciona como un reloj y que, grosso modo, tal como la definió Vladimir Propp en su célebre Morfología del cuento, se divide en 7 grandes secuencias: una presentación de la situación inicial (a menudo idílica para que contraste con la catástrofe posterior), una prohibición al protagonista, una catástrofe que sigue a la trasgresión de esa prohibición (normalmente provocada por el malvado), una prueba que debe superar el protagonista, un combate contra el enemigo, la reparación de la trasgresión inicial y el final feliz. Toda historia con esos elementos está “condenada a enganchar”.
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